De todas
las vidas que soñé, sólo en una me tocó perder mis zapatos. Fue en una ciudad
añejada por el paso de la conciencia. En su plaza central me encontré olvidado,
asediado por idealizaciones de mi musa bailando en su vestido de flores de una
primavera que ya casi no puedo ver por la tormenta de arena.
La plaza
era la misma que me atormentaba desde la niñez, sólo que ahora estaba vacía,
sus estatuas habían muerto por el olvido. La tristeza me invadió, ya que el
tormento no había sido tan terrible como para dejarlas morir. Con lágrimas en
los ojos me despedí de los escombros, escuchaba la razón quejándose al final de
la calle, llamándome.
Me despedí
y no mire atrás. Corrí hacia el final de la calle y no miré atrás, no quería afrontar
la mirada de mi musa, desconcertada al verme huir de su baile de primavera
marchita.
Una
insoportable pared separaba un paisaje del otro, y esa mañana me encontré
escuchando el sonido de los ladrillos agrietándose. Una brisa limpió la arena
de mis ojos y en su soplar pude escuchar el susurro que se colaba entre las
grietas, un susurro que sembró en mí una duda eterna, tal vez esta realidad es
un sueño y estoy perdiendo el tiempo en tanto soñar con ella.